miércoles, 5 de noviembre de 2008

Un asiento para Rose

La historia y la vida la cambian los pequeños detalles, los héroes anónimos. Hace más de cincuenta años, Rose Parks decidió que ya estaba bien de levantarse y ceder su asiento al primero que entrara en el autobus por el mero hecho de que ella era negra, y por tanto, condenada a vivir en un escalón inferior en la sociedad del siglo XX. De no haber fallecido hace tres años, la imagen de esta costurera de Alabama hubiera sido la más buscada, casi la más llevada a portada, de una noche aún reciente pero que ha entrado por derecho propio en la historia del mundo.
Porque aunque los estadounidenses han demostrado nuevamente que cualquier pueblo es mejor que quien lo gobierna y que, por tanto, no se trata de elegir entre negros y blancos sino entre una opción y otra, que nadie piense que el color de la piel de Barack Obama no ha influido en el resultado de las elecciones. De no haber sido negro, un negro aspirando a gestionar el penoso legado del último emperador, posiblemente estas elecciones hubieran pasado desapercibidas.
Hace un par de años tuve la ocasión de asistir a una misa en Harlem. Era una pequeña iglesia, ubicada a apenas unos pasos de la parada del metro. Nada más llegar, un hombre negro -porque de color somos todos- cogió al grupo de blancos y nos puso en un lugar apartado. Fruncí el ceño, creyendo que me discriminaban por ser blanco. Ignorante, me llamé a mi mismo, cuando al girarse el coro hacia nosotros me di cuenta que nos habían ubicado en el sitio de honor precisamente por no ser negros. "Algo debe estar cambiando aquí", pensé. Sensación que me confirmaron, en una cafetería aledaña a la pequeña iglesia, cuando me contaban que esa calle sólo unos años antes era poco menos que intransitable por mor de una devastadora delincuencia callejera con grandes tintes, entiendo, de recelo mutuo.
Estados Unidos ha votado, y esta vez la decisión de la mayoría de norteamericanos ha sido respaldada con un suspiro de alivio y una sensación de alegría por los cuatro costados del mundo. No somos tan ingenuos como para pensar que Obama nos va a dejar un mundo exageradamente mejor que el que se encuentra. Me conformaría con que ordenase mínimamente los mercados financieros o hiciera un par de gestos de cara a devolver una cierta normalidad a las relaciones con Europa, Sudamérica y el mundo islámico. Barack Obama no va a poder acabar con la pobreza, porque seguirá habiendo guerras olvidadas y porque es mucho el trabajo y lastre acumulados para que un sólo hombre en ocho años sea capaz de dar la vuelta a la tortilla. Pero ya ha conseguido algo: que dejemos de mirar a EE.UU como el galgo terrible que pintara Pablo Neruda y lo concibamos como una nación reflexiva, cercana, capaz de dar un giro al volante cuando se da cuenta de que vamos derechos al acantilado. Cambiar la imagen propia cuando es nefasta es un primer paso si de verdad se quiera un futuro mejor. Y quien sabe si, el padre de quien presida España a la vuelta de una generación, no llegó en patera o a trabajar bajo una lona en El Ejido. Cincuenta y dos años después, tras injusticias, asesinatos, sectas organizadas y apaños, un hombre desconocido hasta hace unos meses ha conseguido que el mundo entero se siente en el asiento de un vetusto autobús. En el asiento de Rose Parks.

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